Desde nuestros orígenes, entre muchas de las características, conductas y objetivos que nos definen como seres humanos, existe uno común a todo ser vivo; la supervivencia. Este mecanismo puede ser empleado de múltiples maneras dependiendo tanto del ser o persona, como del contexto en que nos veamos inmersos. Así, con tal de asegurarnos que esto se produzca y seguir manteniendo nuestra estabilidad vital, deberemos afrontar una serie de sucesos, sean estos positivos o negativos. En esta línea, en función de nuestras experiencias ante la misma u otras situaciones similares (es decir, de nuestro aprendizaje), de nuestros rasgos personales (impulsividad, sensibilidad
), de los elementos presentes en el contexto, y de los resultados anticipados, utilizaremos una estrategia u otra para sobrevivir, siendo estas el afrontamiento directo o la evitación.
Lazarus y Folkman (1984) nos ayudan a entender el término afrontamiento definiéndolo como el conjunto de estrategias cognitivas y conductuales que utilizamos para gestionar las demandas externas o internas que son percibidas como una amenaza teniendo en cuenta nuestros recursos personales. A partir de aquí, una de las formas más eficientes (en términos de coste beneficio) y en ocasiones menos útiles para solventar ciertas situaciones, es el escape o la evitación. Este, aunque se trata de un mecanismo de defensa y supervivencia innato y en muchas ocasiones muy eficaz; puede ser perjudicial si se emplea como estrategia principal. Así pues, será útil siempre que la situación o amenaza externa exceda real y objetivamente nuestros recursos personales y contextuales; por ejemplo: si nos encontráramos con un león en medio de la selva sin ningún elemento que nos ayudara, lo mejor y más posible es que saliéramos corriendo (evitáramos/escapáramos) de la situación. De la misma forma, si nos hemos despistado atravesando la calle y un coche se acerca a toda velocidad, emplearemos el mismo formato de afrontamiento. Ahora bien, existen momentos y situaciones cuya evitación no solamente es poco útil, sino que puede ser perjudicial.
Es cierto que su utilización y uso eficaz nos permite relajarnos y ahorrarnos algo anticipado como negativo, pero, ¿y si eso que anticipamos no es realmente tan negativo? El miedo o las consecuencias temidas pueden no ser del todo objetivas, y por lo tanto, la evitación no es útil. Un ejemplo ilustrativo lo encontramos en los problemas de ansiedad, y particularmente en las fobias. En estas, habitualmente existe una evitación persistente de la situación temida. Otro ejemplo lo podemos situar en los trastornos depresivos y en los problemas de autoestima, donde la persona tiende a interpretar negativamente el hecho de inmiscuirse en ciertas actividades, sobre todo cuando éstas son de carácter social, por miedo al rechazo o al posible escrutinio de los demás. Esto, a corto plazo produce relajación y bienestar subjetivo, ya que se ha conseguido ahorrar una situación valorada como embarazosa o peligrosa. Pero a largo plazo, no solamente limita nuestras vidas sino que nuestra mente aprende que esa situación (y en muchas ocasiones, situaciones similares), es peligrosa. Es decir, que por el hecho de habernos relajado al evitar esa situación cuya anticipación nos produce tanto malestar, confirmamos que muy posiblemente esta es perjudicial, y por lo tanto nos sale mucho más a cuenta no afrontarla. Por ello, la evitación se conforma como estrategia principal, y nuestros recursos y habilidades van quedando escondidos y empequeñecidos con el paso de los días. Además de esto, pero, en ocasiones esta constituye uno de los rasgos principales de la propia persona, conformándose el que se conoce como Trastorno de Personalidad Evitativo.
Como se habrá podido observar en los ejemplos citados, aparecen dos claros mecanismos; uno sería el físico o conductual (p.ej., no voy, no hablo, salgo de aquí
), y el otro sería el cognitivo, es decir, el conjunto de pensamientos e interpretaciones que realizamos acerca de lo que puede pasar. De esta forma, no solamente es importante encarar las diferentes situaciones, sino que deberemos entrenar a nuestra mente para que adopte una mirada algo más realista que la utilizada hasta el momento.
Una de las intervenciones más eficaces y con más evidencia empírica es la Terapia Cognitivo-Conductual. El mismo nombre indica los elementos que considera cruciales a trabajar, los cuales coinciden con los comentados. Así, mediante el uso de diferentes estrategias es posible revertir estas y situaciones similares, y por lo tanto salir de la espiral que poco a poco va limitando más nuestra vida.
El equipo de psicólogos de nuestro centro, situado en Mataró, trabaja con esta y otras intervenciones que han demostrado ampliamente su utilidad y eficacia. Si deseas conocer más acerca de estas, o crees que pueden beneficiarte, no lo dudes y contacta con nosotros, te ayudaremos.
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