Podríamos decir que la mayor parte de nuestra vida nos la pasamos construyendo lazos con los demás. Desde el nacimiento, e incluso antes de este, establecemos vínculos y aprendemos a desenvolvernos en un mundo social. En un primer momento, principalmente con nuestros padres, para posteriormente seguir con otros familiares cercanos, amigos y profesores de la escuela, compañeros de trabajo, etc. Con cada uno de estos vínculos enriquecemos nuestro nuestra vida emocional, obteniendo estabilidad y seguridad. A pesar de ello, en ocasiones nuestra forma de encarar o interpretar estas relaciones puede causarnos malestar, siendo una de estas situaciones la sobreimplicación emocional.
Cuando se trata de personas cercanas, desarrollamos un tipo de apego diferente, podríamos llamarlo especial, cercano o fuerte. Puede ser tan potente que a nivel emocional pasemos a vincular incluso ciertos aspectos personales al otro u otros, como si ciertas personas constituyeran piezas de lo que nosotros somos. Esto, por un lado, nos aporta bienestar (principalmente a través de estabilidad), pero por otra, puede conllevar diferentes problemas. Entre ellos la dependencia es uno de los principales, pudiendo tener la sensación incluso de que perdemos, en parte, nuestra identidad, dejándonos llevar por las opiniones y decisiones de aquellos que consideramos importantes, y en ocasiones, incluso más importantes que nosotros mismos. Junto a esto, la sobreimplicación emocional supone otra de las consecuencias más significativas. Ésta puede pasarnos desapercibida, e incluso verla como útil, pero nada más lejos de la realidad.
Podemos definir la sobreimplicación como la tendencia a preocuparnos y responsabilizarnos por cuestiones ajenas a nosotros, de manera excesiva. Ésta, como se ha comentado, puede tener su origen en un vínculo emocional fuerte y próximo con otra persona, lo cual parece “justificar” que hagamos nuestros, sus inquietudes y problemas. Además, pero, ciertos rasgos de personalidad también pueden acercarnos a actuar así, como por ejemplo la Afabilidad o el Neuroticismo. Sea como sea, este rasgo puede manifestarse de diferentes maneras:
Sobreprotección: Podría definirse como el hacer por el otro todo aquéllo que podría y debería realizar; Advertencias constantes sobre diferentes peligros, prohibirle ir a ciertos sitios por miedo, hablar o actuar por el otro… Son algunos de los ejemplos que nos podemos encontrar.
Control: El querer saber en todo momento cuáles son los movimientos de la otra persona, e incluso el procurar anticipar e incluso estructurar su contexto puede suponer un problema importante. Además, impedimos que la otra persona se desenvuelva de forma autónoma e independiente.
Sacrificio: Podemos incluso abandonar ciertas responsabilidades personales en detrimento del otro. Nuevamente aquí, no solo nos vamos anulando, sino que también frenamos el desarrollo y la puesta en práctica de ciertas competencias del otro.
Catastrofización: Finalmente, el dramatizar ante casi cualquier cosa que le suceda o le pueda suceder al otro es algo característico de la sobreimplicación. Con ello, creemos estar previniendo un mal mayor, generando ciertas dudas y miedo, y fomentando que en futuras ocasiones aparezca inseguridad.
Esto puede tener consecuencias tanto para “el protegido”, como para los actores, los cuales entre otros pueden llegar a tener problemas como estrés y ansiedad. Es importante tomar conciencia de las características citadas, y tener en cuenta la gran repercusión que puede tener actuar de esta forma. Quizás, una de las principales dificultades supone el hecho de aceptar que no es beneficioso ni para nosotros, ni para los demás. Al contrario, a largo plazo no solamente nos desestabiliza, sino que puede incluso facilitar que nuestros vínculos se rompan.
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