En términos generales, podemos definir el miedo como una emoción caracterizada por una intensa sensación desagradable que aparece ante la percepción de un peligro real o imaginario. En esta sensación, entran en juego tanto aspectos cognitivos (pensamientos, ideas, creencias ) como fisiológicos (sudoración, taquicardia, temblores ). Además, el peligro percibido puede ser presente, futuro o incluso referente al pasado. En sí mismo, posee una naturaleza evolutiva tanto desde el punto de vista filogenético, es decir, como predisposición de la especie humana a reaccionar así ante determinados estímulos, como ontogenético, entendido como un fenómeno adaptativo del desarrollo que facilita nuestra supervivencia.
De esta forma, el miedo es una una emoción normal y universal la cual se encuentra presente en numerosas ocasiones dentro de nuestro ciclo vital. A pesar de ello, cuando este es significativamente intenso y persistente, excesivo e irracional, y es además desencadenado por la presencia o anticipación de objetos o situaciones específicos, apareciendo una clara repercusión en el día a día del individuo, podemos estar delante de una fobia. En esta además suelen aparecer conductas de evitación, o los estímulos temidos se soportan con ansiedad o malestar intensos. Es decir, el miedo y la fobia se distinguirían principalmente en términos de intensidad o gravedad, y por tanto, de repercusión en la vida de la persona.
A lo largo de nuestro desarrollo, la experimentación de miedo ante diferentes estímulos no sólo es frecuente, sino que también resulta especialmente necesaria para crear mecanismos de afrontamiento adecuados ante situaciones concretas. Así, siguiendo las líneas de autores como Sandín y Chorot (2003), a continuación se exponen los miedos típicos en función de la edad, cuyo contenido parece reflejar un proceso continuo de maduración cognitiva a medida que vamos avanzando en las diferentes etapas:
– Primer año (0 a 12 meses): En esta etapa predominan los miedos asociados a lo que se denomina medio inmediato, es decir, sonidos fuertes, pérdida de apoyo, a las alturas, a personas y objetos extraños, y a la separación. En esta fase es importante tener en cuenta que se requiere un cierto grado de madurez cognitiva para experimentarlos, y concretamente se enfatiza la capacidad para recordar y/o distinguir lo familiar de lo extraño. En ciertos trastornos, como en el Autismo, esta capacidad puede no estar del todo desarrollada, por lo que el niño puede exhibir un patrón de distanciamiento interpersonal acentuado ya en los primeros meses.
– Inicio de la niñez (1 a 2 años y medio): Los principales miedos se relacionan con la separación de los padres, los extraños, pequeños animales como insectos y fenómenos naturales como las tormentas o el mar. Cabe mencionar que el miedo a la separación de los padres se acostumbra a intensificar a los 2 años, y que en esta fase aparece el miedo a los compañeros extraños.
– Etapa preescolar (2 años y medio a 6 años): Aquí se producen cambios importantes a nivel cognitivo, donde el niño puede experimentar miedo ante estímulos imaginarios globales. Así pues, predominan los miedos a los seres imaginarios y aparecen los miedos a los animales salvajes. En este sentido, la mayor parte de miedos hacia animales se desarrollan en este periodo. Además de estos, también son característicos el miedo a la oscuridad, quedarse solo, fantasmas y monstruos. El anclaje en el miedo a la soledad puede ser un factor de riesgo para desencadenar una personalidad dependiente o incluso problemas psicológicos como el trastorno de ansiedad de separación.
– Niñez media (6 a 11 años): Los miedos son más específicos, y engloban sobre todo el temor al daño físico, la salud o muerte propias o ajenas, los miedos médicos (sangre, inyecciones ), los sucesos sobrenaturales, y aparecen los miedos escolares relacionados con los compañeros, el rendimiento, la crítica o el fracaso.
– Preadolescencia (11 a 13 años): Lo más característico de este periodo es la reducción de los miedos relacionados con animales y el incremento del temor a la crítica y al fracaso. En este sentido, se mantienen e incrementan los miedos sociales y escolares, y se inician miedos sobre temas económicos y políticos. Al aparecer cambios evolutivos en la propia imagen, pueden nacer miedos relacionados con la autoestima.
– Adolescencia (13 a 18 años): Nos encontramos con miedos que, aunque empiezan a desarrollarse en esta etapa, son característicos también de etapas posteriores como la adultez. Así, se relacionan con el área sexual, el autoconcepto, el rendimiento personal, y aspectos sociales, académicos, políticos y económicos. Un aspecto característico es que continúan los miedos de la preadolescencia y adquieren mayor relevancia aquellos relacionados con el rendimiento personal, la autoidentidad y las relaciones interpersonales.
Así pues, los miedos vinculados a cada fase del desarrollo pueden considerarse temores evolutivos, que pueden resultar normales (si estos no son muy intensos y no limitan la vida de la persona), específicos de cada período y, por tanto, transitorios. Todos ellos, a través del aprendizaje, resultan útiles en muchas ocasiones, pues pueden ayudar a afrontar diferentes situaciones de una forma adecuada. Como hemos comentado pero, si estos persisten y se agravan pueden llegar a suponer una limitación muy importante para la persona, provocando alteraciones específicas en el desarrollo.
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